En la casa de mi abuela hay muchas puertas, tantas, que perdí la cuenta. Hay una puerta que da a la calle, otra que comunica la cocina con la lavandería, y para la lavandería con el jardín... ¡otra puerta!. La pieza de la Conqui tiene puerta, la de mi abuela también y otra puerta más en la pieza de esconderse; los baños tienen puertas, la cocina tiene puerta ¡y eso sin contar las puertas de vidrio que dan a las terrazas! ¿serán así todas las casa de ciudad?
Yo nunca había estado en un lugar con tantas puertas, en la cabaña dónde vivíamos antes, teníamos sólo dos puertas: la del baño de la Conqui que nunca se cerraba, y la puerta de calle que se abría a las 8 de la mañana y se cerraba a las 11 de la noche (a no ser que mi mamá saliera a la compra o a alguna reunión que ahí dejaba cerrado).
Las puertas son fomes porque es típico que yo quiero ir para algún lado y ¡zas! que está la puerta cerrada, es como ley natural que justo me den ganas de pasar cuando la acaban de cerrar. Por suerte la Conqui me entiende, y se levanta a abrirme siempre todas las puertas cuando se lo pido sentándome al lado de ella y mirándola con mi cara de gatita tierna, aunque ese truco no me funciona con la puerta de calle, esa no hay caso que me la abran, al menos por ahora: ese es un sector que aún tengo vedado, pero si me porto bien la Conqui me dijo que la semana próxima me van a dejar salir a la calle… ¡qué nervios!
La que se ríe de mi manía con las puertas es mi abuela; cuando estamos en la cocina, siempre cierra la puerta del lavadero porque dice que las corrientes de aire se llevan las energías, especialmente de las viejitas, y que eso es malo. Yo me quedo con cara de “quiero salir” sentada al lado de la puerta y ella hace como que me ignora pero la tengo pillada que me espía por el rabillo del ojo para ver que hago. Cuando me levanto en mis patitas traseras y apoyo mis manitos en el muro pidiendo que me abra, elle me dice “Melí no seas floja, da la vuelta y sal al jardín por el comedor”. Yo la miro con cara de “no es flojera, es hacer lo que yo quiero: no me gustan las puertas cerradas”. Ella se ríe y y sigue estrujando las naranjas para el jugo del desayuno. Yo me quedo tranquila esperando que llegue mi mamá que no me falla: me ve al lado de la puerta, ve mi cara de gatita tierna y ¡bingo! la puerta del lavadero se abre como por arte de magia y yo salgo con mi cola bien parada al jardín. Punto para mi.
(Voy a mostrarle este video a mi mamá y mi abuela a ver si me consiguen una puerta como esta)
Yo nunca había estado en un lugar con tantas puertas, en la cabaña dónde vivíamos antes, teníamos sólo dos puertas: la del baño de la Conqui que nunca se cerraba, y la puerta de calle que se abría a las 8 de la mañana y se cerraba a las 11 de la noche (a no ser que mi mamá saliera a la compra o a alguna reunión que ahí dejaba cerrado).
Las puertas son fomes porque es típico que yo quiero ir para algún lado y ¡zas! que está la puerta cerrada, es como ley natural que justo me den ganas de pasar cuando la acaban de cerrar. Por suerte la Conqui me entiende, y se levanta a abrirme siempre todas las puertas cuando se lo pido sentándome al lado de ella y mirándola con mi cara de gatita tierna, aunque ese truco no me funciona con la puerta de calle, esa no hay caso que me la abran, al menos por ahora: ese es un sector que aún tengo vedado, pero si me porto bien la Conqui me dijo que la semana próxima me van a dejar salir a la calle… ¡qué nervios!
La que se ríe de mi manía con las puertas es mi abuela; cuando estamos en la cocina, siempre cierra la puerta del lavadero porque dice que las corrientes de aire se llevan las energías, especialmente de las viejitas, y que eso es malo. Yo me quedo con cara de “quiero salir” sentada al lado de la puerta y ella hace como que me ignora pero la tengo pillada que me espía por el rabillo del ojo para ver que hago. Cuando me levanto en mis patitas traseras y apoyo mis manitos en el muro pidiendo que me abra, elle me dice “Melí no seas floja, da la vuelta y sal al jardín por el comedor”. Yo la miro con cara de “no es flojera, es hacer lo que yo quiero: no me gustan las puertas cerradas”. Ella se ríe y y sigue estrujando las naranjas para el jugo del desayuno. Yo me quedo tranquila esperando que llegue mi mamá que no me falla: me ve al lado de la puerta, ve mi cara de gatita tierna y ¡bingo! la puerta del lavadero se abre como por arte de magia y yo salgo con mi cola bien parada al jardín. Punto para mi.